Suelen preguntarme por el origen de mi seudónimo.
En efecto, ¿por qué, de repente, «Teffi»? ¿Qué apodo perruno es ese? No por nada, en Rusia, muchos lectores de La Palabra Rusa han dado ese nombre a sus fox terrier y lebreles.
¿Por qué una mujer rusa firma sus obras con una palabra anglificada?
Si quería adoptar un seudónimo, podía elegir algo más sonoro o, por lo menos, con cierto dejo ideológico, como Maksim Gorki, Demián Biedni, Skitaliets. Esas son todas alusiones a ciertos sufrimientos poéticos y se granjean la simpatía del lector.
Además, las mujeres escritoras suelen darse un seudónimo masculino. Eso es muy inteligente y precavido. A las damas se acostumbra tratarlas con una ligera sonrisita irónica e incluso con desconfianza.
—¿Y esta de dónde habrá salido?
—Seguro que el marido escribe por ella.
Había una escritora que se hacía llamar Markó Vovchok, una novelista talentosa y activista que firmaba «Verguezhski», una poeta talentosa que firmaba sus artículos críticos como «Antón Kraini». Todo eso, repito, tiene su raison d’être. Es bello e inteligente. Pero ¿«Teffi»? ¿Qué disparate es ese?
Pues bien, quiero explicar con franqueza cómo sucedió todo eso.
El origen de ese nombre extraño está asociado a los primeros pasos de mi actividad literaria. Yo entonces acababa de publicar dos o tres poemas firmados con mi verdadero nombre; también había escrito una obra de teatro de un acto, pero no tenía la menor idea de qué debía hacer para que fuera escenificada. Todos alrededor decían que eso era absolutamente imposible, que había que tener contactos en el mundo teatral y un nombre literario importante; de otro modo, la obra no solo no la llevarían a tablas, sino que tampoco nunca la leerían.
—A ver, ¿qué director teatral tiene ganas de leer una tontería cualquiera cuando ya están escritos Hamlet y El inspector? ¡Y menos un bodrio escrito por una mujer!
Entonces me puse a meditar.
No deseaba esconderme detrás de un seudónimo masculino. Eso es cobarde y pusilánime. Mejor elegir algo incomprensible, algo que no dijera nada.
Pero ¿qué?
Necesitaba un nombre que trajera suerte. Lo mejor sería el nombre de algún estúpido — los estúpidos siempre son felices.
Estúpidos, desde luego, sobraban. Los conocía en gran cantidad. Pero, si había que elegir, mejor algo notable. Y ahí me acordé de un estúpido en verdad notable y que, además, había tenido suerte, es decir, el destino mismo lo había reconocido como al estúpido ideal.
Se llamaba Stepán, y en casa le decían Steffi. Eliminé por delicadeza la primera letra (para que el estúpido no se engriera), firmé mi obrita como «Teffi» y —que fuera lo que Dios quisiera— la envié directamente a la dirección del Teatro Suvórinski. No le conté nada a nadie porque estaba segura del fracaso de mi empresa.
Transcurrieron unos dos meses. De mi obrita casi me había olvidado y de todo eso había sacado solo la edificante conclusión de que no siempre los estúpidos traen suerte.
Y una vez leo Tiempo Nuevo y veo algo.
«Se ha aceptado para su escenificación en el Teatro Mali la obra de un acto de Teffi La cuestión femenina».
Lo primero que sentí fue un susto demencial.
Lo segundo — una desesperación sin límites.
De pronto comprendí también que mi obrita era una tontería consumada, que era absurda, aburrida, que no era posible ocultarse mucho tiempo detrás de un seudónimo, que la obra, por supuesto, sería un fracaso rotundo y me cubriría de oprobio para toda la vida. No sabía qué hacer y no tenía a quién pedir consejo.
Encima recordé con horror que el manuscrito lo había enviado con indicación del nombre y dirección del remitente. Sería bueno si pensaran que había despachado el sobre por pedido del vil autor, pero, si adivinaban, ¿qué pasaría entonces?
No hizo falta pensar demasiado. Al día siguiente, el correo me trajo una carta oficial en la que decía que mi obra se estrenaría en determinada fecha, que los ensayos comenzarían el día tal y que estaba invitada a asistir a ellos.
Así pues, todo había sido descubierto. Los caminos para la retirada estaban cortados. Me fui a pique, y como las cosas ya no podían ser peores, pude analizar la situación.
¿Por qué, en rigor, había decidido que la obra era tan mala? Si era mala, no la habrían aceptado. Ahí, por supuesto, desempeñó un papel importante la suerte de mi estúpido cuyo nombre había elegido. Si hubiera firmado como Kant o Spinoza, seguro que la obra la habrían rechazado.
—Debo dominarme e ir al ensayo, si no, son capaces de mandarme a la policía.
Fui.
El director era Ievtiji Kárpov, un hombre chapado a la antigua que no reconocía ninguna novedad.
—Un pequeño pabellón, tres puertas, el papel te lo aprendes al dedillo y lo disparas de cara al público.
Me recibió con aire protector.
—¿La autora? Bueno, está bien. Siéntese y quédese callada.
¿Debo añadir que me quedé callada?
En el escenario ensayaban. Una actriz jovencita, Griniova (ahora a veces me la encuentro en París; ha cambiado tan poco que la miro con el corazón tan pasmado como entonces…) desempeñaba el papel protagónico. Tenía en sus manos un pañuelo estrujado que todo el tiempo se llevaba a la boca: eso era la moda de aquella temporada entre las actrices jóvenes.
—¡No murmures! —gritaba Kárpov—. ¡De cara al público! ¡No te sabes el papel! ¡No te sabes el papel!
—¡Sí que me lo sé! —decía ofendida Griniova.
—¿En serio te lo sabes? Bueno, está bien. ¡Apuntador! ¡Cállese! ¡Que se luzca sin apuntador, a cuero pelado!
Kárpov era un mal psicólogo. Es imposible memorizar un papel después de semejante reprimenda.
«¡Qué horror, qué horror! —pensaba yo—. ¿Para qué habré escrito esta pieza terrible! ¿Para qué la habré enviado al teatro? Atormentan a los actores, los obligan a aprenderse de memoria la sandez que inventé. Después la obra fracasará y los periódicos dirán: “Es una vergüenza que un teatro serio se ocupe de una tontería semejante cuando el pueblo pasa hambre”. Y después, cuando un domingo vaya a desayunar con mi abuela, me mirará con severidad y dirá: “Nos han llegado rumores sobre tus historias. Espero que no sea cierto”».
Sin embargo, iba a los ensayos. Me asombraba mucho que los actores me saludaran con afecto; yo creía que todos debían odiarme y despreciarme.
Kárpov reía a carcajadas:
—La desdichada autora se marchita y adelgaza cada día.
La «desdichada autora» callaba y trataba de no llorar. Y sobrevino lo inevitable. Sobrevino el estreno del espectáculo.
«¿Voy o no voy?».
Decidí ir, pero colarme en las últimas filas para que nadie me viera. Es que Kárpov era muy enérgico. Si la obra fracasaba, podía salir de detrás de bastidores y espetarme sin más: «¡Largo de aquí, estúpida!».
Mi obrita la juntaron con un bodrio largo y tedioso de cuatro actos de un autor primerizo.
El público bostezaba, se aburría, silbaba de vez en cuando.
Al fin, después de los últimos silbidos y del entreacto, el telón se alzó, como suele decirse, y mis personajes empezaron a cotorrear.
«¡Qué horror! ¡Qué vergüenza!», pensé.
Pero el público rio una vez, luego otra y empezó a divertirse. Me olvidé enseguida de que yo era la autora y me reí junto con los demás cuando la cómica viejita Iáblochkina, que representaba a una general, marchó por el escenario en uniforme y reprodujo con los labios los toques militares. Los actores eran buenos en general e interpretaron la obrita a la perfección.
—¡Que salga el autor! —gritaron desde el público— ¡Que salga el autor!
¿Qué debía hacer?
Levantaron el telón. Los actores saludaron. Dieron a entender que buscaban al autor.
Yo salté de mi butaca y corrí por el pasillo en dirección a los bastidores. En ese momento, bajaron el telón y me volví. Pero el público volvió a pedir por el autor, y otra vez levantaron el telón, los actores saludaron y alguien gritó con voz amenazante en el escenario: «Pero ¿dónde está la autora?». Salí otra vez despedida hacia los bastidores, pero volvieron a bajar el telón. Mi correteo por el pasillo duró hasta que alguien desgreñado (después supe que fue A. R. Kugel) me agarró de la mano y vociferó:
—¡Pues aquí está, demonios!
Pero entonces el telón, levantado ya por sexta vez, bajó definitivamente y el público empezó a dispersarse.
Al día siguiente conversé por primera vez en mi vida con un periodista que vino a visitarme. Me entrevistaron.
—¿En qué está trabajando ahora?
—Estoy cosiendo unos zapatos para la muñeca de mi sobrina…
—Hum… ¡Ajá! ¿Y qué significa su seudónimo?
—Es… el nombre de un estúp… es decir, es un apellido.
—Me dijeron que lo ha tomado de Kipling.
¡Salvada! ¡Salvada! ¡Salvada! De veras, en Kipling aparece ese nombre. Y, también en Trilby hay una canción que dice:
Taffy was a walesman,
Taffy was a thief…
De golpe recordé todo.
—¡Pues sí, claro, de Kipling!
En los periódicos apareció mi fotografía con la firma «Taffy».
Fin. No hubo retirada.
Así quedó todo.
[1] Nombres de escritores famosos cuyos seudónimos significan «amargo, «pobre» y «vagabundo» respectivamente. [N. del T.]